Desperdiciamos la vida entera quejándonos
siempre de todo: si no tenemos amor, porque estamos solos, si estamos con
alguien, porque nos agobian y no nos dejan nuestro espacio, si no tenemos
dinero, porque no podemos comprar lo que queremos, si lo tenemos, porque no
tenemos tiempo para gastarlo… Si somos morenos, queremos ser rubios, si tenemos
menos de aquí, queremos más de allá… Y viceversa.
Pero ¿y si fuéramos honestos? Somos
privilegiados. Vivimos en el primer mundo, donde tenemos un techo donde
cobijarnos, comida caliente que llevarnos a la boca, calefacción, aire
acondicionado…
Pero incluso en el primer mundo, muchos
pasan penalidades. Menos mal que hay gente buena que ama ayudar al prójimo y lo
demuestra, por ejemplo, repartiendo comida a gente muy necesitada.
El inicio de año me dio un regalo. Conocí a
una de estas personas que ayudan a los demás, José, un voluntario que decía
sentirse privilegiado por ayudar a la gente. Hasta ahí todo normal, una buena
persona simplemente. Pero lo más emocionante es pensar que este joven es un
discapacitado intelectual que, sin embargo, me demostró ser mucho más listo que
la mayoría de las personas consideradas ‘normales’.
“Ayudar a los demás me hace sentir una persona
importante para la sociedad y para uno mismo. Ese es el tesoro que tenemos las
personas: ayudar a aquel que lo necesita, pagar con la misma moneda. Esto es una
experiencia y quiero hacer un llamamiento para que hagamos algo para que las
personas sin recursos tengan una vida digna, como se merecen, que no estén ni
en las calles ni debajo de los puentes… y que tengan calefacción”, me dijo.
“Tenemos muchísimo
que dar”, concluyó. Y yo, lo único que sé después de conocerlo es que de mayor
quiero ser como José: una persona noble que se siente muy afortunada de la vida
que le ha tocado vivir. Porque cada una está llena de algunos pequeños baches y
de innumerables buenos momentos.
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