Vuelvo a la estación. Esa en la que hace ya algún
tiempo los dos estábamos juntos, esperando sentados en un banco. Hablando.
Charlando mientras nos mirábamos fijamente a los ojos, como si quisiéramos
leernos el alma. Riendo por cualquier cosa, cómplices de la forma en la que
vemos el universo. Era nuestro hogar habitual de encuentro, donde esperábamos
al último tren antes de nuestra inevitable separación hasta la próxima quedada.
Hoy el destino me ha traído de nuevo aquí, sola,
sin ti. Y la congoja me ha agarrotado el corazón. Me hubiera encantado que
hubieses aparecido, haberte sentido otra vez pegado a mí mientras nos
abrazábamos. Haber visto tu sonrisa que lo ilumina todo. Que me hubieras hecho
de nuevo reír. Que siguieras compartiendo tus secretos conmigo, lo que te
inquieta y te perturba. Que el tiempo no hubiera pasado. Que nunca te hubieras
ido. Que te hubieras atrevido a estar conmigo. Que nuestros días de quedadas no
fueran ya un lejano recuerdo.
Pero un día decidiste huir. Cuando ya te habías
cansado de luchar contra ti mismo y tus sentimientos. Elegiste desaparecer sin
dejar rastro, como si nunca hubieras existido, como si todo hubiera sido
siempre un bonito y largo sueño.
Pero volver a sentarme en nuestro banco, volver a
mirar a mi alrededor y ver todo lo que antes nos cautivaba me ha hecho pensar
en ti. Notar tu presencia como si fueses un fantasma. Recordar todas las cosas
bonitas que me diste y me hiciste sentir.
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