Recorriste miles de kilómetros, cruzaste el mar… y todo sólo
por encontrarte con él. Fuiste a su encuentro porque la espera estaba siendo
agotadora, interminables. Cuando quedasteis, la ansiedad tuya fue a peor: no
veías el momento de volver a estar con él y los minutos y horas pasaban
demasiado despacio, como a cámara lenta.
Al final, llegó la hora y, mientras te dirigías al lugar en
donde habías quedado, a unos 50 metros de distancia, lo viste: él ya estaba
allí. Lo veías, en apariencia, impaciente, mirando de un lado a otro y paseando
de izquierda a derecha, porque no conseguía quedarse quieto. Cuando te vio, su
sonrisa hizo que te derritieras y tropezaste con el escalón porque ni siquiera
lo notaste. En ese instante, todo lo existente a tu alrededor se había
desvanecido y sólo quedabais él y tú, tú y él.
Cuando llegaste, sin embargo, la desilusión te inundó. Te
preguntó que cómo estabas y comenzasteis a andar mientras él dejaba siempre una
distancia de seguridad de medio metro aproximadamente. “¿Ni siquiera un beso?”,
pensaste. Un beso en la mejilla o los dos besos formales que se suelen dar, no
pedías demasiado. Era lo normal ya no sólo entre amigos, sino también entre
personas conocidas.
Pero él siguió caminando y hablando, ajeno a las dudas que
te mostraba por su distancia física por no haber querido ni tocarte, como si
tuvieras algo contagioso. Tu cara se ensombreció tanto que hasta él lo notó y,
pensando que estabas enferma, te invitó a que os sentaseis en un banco.
Sin que él se diese cuenta, al sentaros rompió con esa
distancia que él increíblemente había puesto y notabas, al estar sentados, tu
muslo pegado al suyo. Eso te relajó y empezaste a intervenir en la conversación
de forma mucho más activa. Poco a poco, a él le gustó tanto tu cambio que
comenzó a “regalarte” muestras de afecto acompañando su risa con un ligero
apretón en tu brazo, por ejemplo, o dándote una palmadita inocente en la
pierna. Era como si cada frase que le decías fuesen pruebas o preguntas de un
examen que ibas contestando y superando. Hasta que llegó el contacto más
inesperado: un abrazo.
Aprovechaste la ocasión para tocarlo tú también a él y
sentir su espalda al apretarlo fuerte. Cuando el abrazó terminó y, a tu pesar,
tuvisteis que separaros, no te diste cuenta de que era su boca la que se
quedaba a escasos centímetros de la tuya. Y, como él sí que se fijó en esa
proximidad, fue así como llegó el contacto definitivo, el del sobresaliente.
Vuestros labios se fusionaron y sentiste cómo una descarga eléctrica te
recorría todo tu cuerpo. Cuando introdujo su lengua dentro de tu boca, creíste
enloquecer de placer y con una mano le agarraste la cabeza como si quisieses
evitar que se fuera y conseguir así que vuestro beso fuese mucho más intenso y
profundo. Le acariciaste la cara y el cuello porque querías aprenderte de
memoria cómo son al tacto. Él, mientras, te agarró de la cintura con una mano y
con la otra te acariciaba la espalda, de forma tan tierna y dulce que pensaste
que querías quedarte así para siempre, como si fueseis siameses que no se
pueden despegar el uno del otro.
Pero el sonido del móvil rompió la magia del momento.
Odiaste tanto al teléfono que pensaste que lo tirarías a la basura en cuanto
tuvieras la oportunidad o, al menos, cambiarías la melodía de las llamadas.
Sabías que, al final, la segunda opción sería la más coherente y correcta.
Al otro lado del teléfono te avisaban de que ya era hora de
volver a casa y él decidió acompañarte. Y volviste a recorrer miles de
kilómetros y cruzar el mar. Aunque, en esta ocasión, con el sabor de su beso
aún quemándote con tanto gusto en tu boca.
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