Ella sonrió. Allí estaba él sentado en el césped,
esperándola. Él fingía no verla aproximarse mientras comprobaba nervioso el móvil,
se palpaba el bolsillo del pantalón y miraba hacia el lado contrario como si
estuviese observando algo que estaba pasando en el lado contrario. Ella se
sentó a su lado, sin tocarlo, pero lo suficientemente cerca como para sentir su
proximidad. Apenas se rozaban pero pudieron notar cómo se les erizaba la piel.
Se miraron nerviosos, sin saber muy bien qué decir,
sintiéndose torpes por tener que medir las primeras palabras que se dirían. La
noche que se conocieron parecía todo mucho más fácil. Pero ahí estaban en ese
momento, los dos a solas, en un encuentro programado, porque se gustaban lo
suficiente como para intentar conocerse un poco mejor.
El tiempo parecía acompañarles. El atardecer les
ofrecía esa variedad de colores que incluso parecían hacer juego con la ropa
que los dos llevaban. Se dejaron acariciar por el sol, cerraron los ojos para
sentir mejor la suave brisa y respiraron profundamente. El momento era tan mágico
que daba miedo moverse, por si lo estropeaban. Hasta que él se atrevió y le echó
el brazo por encima, suavemente, a cámara lenta, temiendo ser rechazado. Ella
se achuchó algo más contra él, para acortar aún más la distancia entre los dos.
Él lo tomó como una invitación; le acarició la cara y luego la beso, lenta y tiernamente
al principio, de forma más pasional después. Sintieron que llevaban toda su
vida esperando ese momento.
El beso fue largo y prolongado, sin descanso,
porque no querían separarse. Estuvieron tanto tiempo así que consiguieron
aprenderse de memoria el sabor del otro, cuál era el espasmo involuntario que
haría, cuándo conseguían que gimiera, cómo era su boca, su nariz, cuántas pecas
tenían, cómo era el lunar… Hasta que la oscuridad los cegó y sin saber cómo las
horas habían transcurrido como si hubiesen sido segundos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario